Hace poco más de una semana, España se quedó a oscuras debido a un apagón que nos dejó sin luz y con nulas posibilidades de comunicarnos, ya fuera telefónicamente o utilizando Internet. Desde aquel lunes, se han dicho y escrito muchas cosas. Algunas se traducen en reflexiones al aire que sacan a relucir la parte positiva de un episodio del que se rescata el lado más humano: las vecinas ayudándose, la gente en la calle, las redes sociales fundidas. Yo creo que el apagón no solo refleja la necesidad de (des)conectar que presentamos, a nivel individual y en el conjunto de la sociedad, sino la urgencia de reivindicar políticas que nos devuelvan nuestro tiempo, ese que nos han robado mientras asumimos un sistema de prioridades que, sin duda, no nos prioriza. Este día sin luz también ha dejado entrever lo poco conscientes que somos del alto grado de privilegio con el que analizamos un momento que, lejos de ser una fiesta, solo algunos pudieron festejar. ¿Dónde quedó la exaltación de la amistad entre desconocidos cuando se acabaron las cervezas frías y volvimos a casa? ¿Y las vecinas a las que igual no volvemos a mirar a la cara? ¿No hay reflexiones más allá de lo bien que lo pasamos haciendo barbacoas y apagando los móviles?
Por supuesto, este apagón también ha venido a recordarnos que en cualquier contexto de adversidad, las mujeres volvemos a encontrarnos en una situación de especial vulnerabilidad. Antes de contar con electricidad y cuando la noche se cerró en las ciudades, muchas mujeres acudían a sus casas o a puntos de encuentro donde esperaban sentirse a salvo, después de haber vivido horas de angustia y encierro, ya sea en medios de transporte o en centros de trabajo de los que no pudieron salir cuando todavía alumbraba el sol. No todas vivimos este incidente de la misma manera ni nos enfrentamos a las mismas situaciones, pero estoy segura de que a más de una nos tocó lidiar con el miedo de caminar por la calle sin reconocer la figura de quienes se intuían a pocos pasos. Los temores fruto de la incertidumbre, la oscuridad o lo desconocido pueden no tener género, pero sí lo tiene el miedo que se añade a esta lista para descubrirnos a solas, con nuestro cuerpo expuesto ante hombres que aprovechan las sombras para intimidarnos.
Podríamos recuperar muchos de los flecos que dejamos sueltos en el marco de este apagón, pero como estamos en Filtro Violeta centraremos el foco en nosotras. Si no supiéramos que la respuesta pasa por el machismo, nos preguntaríamos qué invita a un grupo de hombres jóvenes a formar grupo para salir a la calle y generar un clima de tensión durante una noche en la que cunde el nerviosismo y en la que, sobre todo, casi nadie de quienes la habitan lo hacen por pura voluntad. En medio de un apagón que deja sumida en la oscuridad a una ciudad, la gente no camina por placer, sino por obligación. Seguramente, el objetivo de todas las personas que me crucé por la calle aquella noche era llegar a su lugar seguro para encender alguna vela y esperar, a poder ser con batería en el móvil, a que la luz y las comunicaciones se restablecieran. Al menos, ese era el fin de la chica con la que me encontré sobre las diez de la noche. Estaba asustada. De hecho, lo manifestó pronunciándolo en alto, probablemente, en busca de un gesto o una respuesta por nuestra parte. Yo no iba sola y ella intentaba volver a su casa desde el almacén donde había estado trabajando hasta tarde. Llevaba su móvil encima, pero la batería era escasa y no sabía si la linterna aguantaría hasta cruzar la puerta de su casa.
Hizo el camino con nosotras, que íbamos desde la casa de mis abuelos hacia la nuestra. Solo llevábamos una linterna pequeña, de esas que se cuelgan en los llaveros y que tienen un alcance muy limitado. Durante el trayecto, nos topamos con un grupo de varios hombres a los que, desde luego, no vimos la cara, pero sí escuchamos. “Eh, que vamos”. “Tss, tss… Estamos llegando”. Entre risas y otro tipo de sonidos, pudimos oír estas expresiones desde algún lugar cercano en el que estaban encendiendo y apagando pequeños puntos de luz. Las repitieron varias veces y no siempre las decía el mismo, pero el resto parecía jalear en todo momento al que llevaba la voz cantante. Yo misma, que me sabía acompañada, aceleré el paso. Ninguna de nosotras comentó nada al respecto, pero estoy segura de que todas nos sentimos inseguras. Si la mayoría de las mujeres conocemos el acoso callejero y hemos experimentado en propia piel situaciones violentas con las farolas encendidas, ¿qué no podríamos vivir en una oscuridad donde no hay rostros, nombres ni apenas testigos? Mientras crecen los discursos negacionistas y la antipolítica mina de trolls las redes sociales para diseminar su mensaje entre los más jóvenes, la violencia contra las mujeres sigue ahí fuera. No hace falta apagar las luces para darse cuenta de esto, pero, como ocurre a puerta cerrada, las violencias machistas se camuflan mejor cuando nadie mira. Encendamos el foco sobre ellas para reconocerlas y combatirlas.