Este verano hemos visto atónitos, cómo actúa el poder destructor del fuego. Los llaman incendios de sexta generación y arrasan con todo lo que encuentran a su paso, dejando tras de sí un páramo apocalíptico que tardará años en reverdecer. Lo mismo está sucediendo en la política española porque algunos de nuestros políticos prefieren ejercer de pirómanos de la palabra y emprenderla a mamporrazos verbales contra sus oponentes, convertidos ahora en acérrimos enemigos. No sé si se habrán parado a pensar un poco en el futuro y en caer en la cuenta que alguien deberá reconstruir los puentes que ellos están volando.
Y es que la política española lleva años atrapada en un bucle de polarización que se intensifica a cada paso. No se trata únicamente de la existencia de discrepancias ideológicas -algo natural en democracia-, sino de la imposibilidad de que esas diferencias se traduzcan en un debate constructivo. El presidente Pedro Sánchez habló hace poco de “polarización asimétrica” para referirse a la deriva que vivimos: defiende que los del bando de la derecha y la ultraderecha atacan más y con mayor escarnio a los de la izquierda que ahora ostentan el poder como así decretaron los votos de los ciudadanos. No es momento de ponerse a buscar quién empezó primero o quién grita más. Aunque razón no le falta al presidente, sería bueno que se parase cuanto antes esta deriva. Ya no se discute de modelos de país con argumentos y proyectos, sino que se juega a la descalificación permanente, y en ese terreno la derecha y la ultraderecha han convertido el insulto en arma política cotidiana.
La polarización, cuando se ejerce como estrategia deliberada, actúa como una política de tierra quemada: no importa construir, solo arrasar el terreno para que el adversario no pueda crecer. Basta escuchar los plenos del Congreso o revisar las intervenciones de ciertos dirigentes para comprobarlo. Frente a una propuesta del Gobierno, el Partido Popular responde con el mismo mantra: “ilegítimo”, “okupa de La Moncloa”, “traidor”. Vox, por su parte, va mucho más allá, y ha elevado el tono hablando de “golpistas”, “dictadura progre” o incluso “filoetarras” como si fueran descripciones normales y no una forma de degradar el debate público.
Este clima contrasta con el nivel de exigencia que debería caracterizar a la política. Los insultos son la demostración más clara de la pobreza de ideas: quien no tiene argumentos, eleva la voz; quien carece de proyecto, agita la ofensa. Resulta revelador que mientras el Ejecutivo ha impulsado medidas de gran calado -como la subida del salario mínimo, la reforma laboral o la consolidación del ingreso mínimo vital-, la derecha haya preferido centrar sus energías en insultar y cuestionar la legitimidad de las urnas. Es un ejercicio constante de erosión institucional que encaja perfectamente en esa idea de tierra quemada: si no gobiernan ellos, el país debe ser presentado como ingobernable. Ya lo dijo ¡Cristóbal Montoro!, con aquello de "que se caiga España, que ya la levantaremos nosotros". Ahora sabemos que cuando recuperaron el poder no tuvieron mucha intención de levantar a este país, pero sí pusieron muchas ganas de legislar 'ad hoc' para que las empresas amigas ganaran cantidades indecentes de dinero.
No se trata de negar que en la izquierda también aparezcan descalificaciones. Sería ingenuo sostenerlo. Pero la asimetría a la que aludía Sánchez es real: mientras desde el Gobierno y sus aliados se insiste en hablar de políticas sociales, derechos civiles o desarrollo económico, desde la oposición se devuelve casi siempre un catálogo de improperios.
El resultado es desolador. La ciudadanía percibe que la política ha bajado de nivel y que el insulto sustituye a la argumentación. Se ha normalizado que en sede parlamentaria se llamen “felón”, “mangante” o “señorito de las cloacas” como si se tratara de un espectáculo televisivo y no de un espacio donde se decide el rumbo de millones de vidas. Esa normalización erosiona la confianza en las instituciones y favorece la abstención: ¿para qué participar en un circo en el que la seriedad brilla por su ausencia? Pero no podemos dejar que la democracia que tanta sangre, sudor y lágrimas costó conquistar se nos vaya por el desagüe de esta manera.
La política española necesita un cambio de clima urgente. La izquierda debe seguir centrada en propuestas concretas, en cómo mejorar las condiciones de vida, en cómo garantizar derechos y servicios públicos. La derecha, si realmente aspira a ser alternativa, debería abandonar el barro del insulto y presentar un proyecto de país más allá de la descalificación personal. No hay democracia sana posible si el debate se limita a ver quién grita más fuerte. Esperemos que más pronto que tarde fracase la 'vía Tellado', esa que apuesta por normalizar mensajes como el que lanzó hace unos días y su promesa de "cavar una fosa en la que meter al actual gobierno". Y luego quieren convencernos de que esos discursos no son insultantes.
Porque al final, la política de tierra quemada solo deja ruinas. Y entre las ruinas no se construye futuro: apenas quedan cenizas.