Queridos lectores: muchos ya me conocéis y sabéis que no soy periodista de formación, lo cual me concede un grado de libertad poco habitual en el oficio. Mi ego literario es modesto, pero mi deseo de hablar con franqueza, ilimitado.
Vivimos, me temo, un momento histórico que roza lo incontrolable, no solo en España, sino también en Europa y en buena parte del mundo. La necedad desbocada de nuestros representantes legítimos —y también la nuestra, como ciudadanos tolerantes ante el exceso— me hace pensar que la humanidad, lejos de avanzar, se desliza hacia una preocupante regresión. Como tantas civilizaciones anteriores, acabaremos devorados por la arrogancia y la soberbia de quienes gobiernan.
No alcanzo a comprender cómo es posible que, frente a escándalos que comprometen la decencia pública y la moral institucional, nuestro presidente siga al frente del país. Resulta inconcebible que la figura que encarna el liderazgo moral, ejecutivo y legislativo de una nación permanezca imperturbable, mientras la sociedad calla y las calles continúan vacías.
O somos cómplices, o somos ingenuos. No hay término medio.
Sus más cercanos colaboradores —políticos que deberían representar la dignidad del servicio público— se comportan como si el poder fuese un festín obsceno y perpetuo. Lo verdaderamente inquietante no es solo su desvergüenza, sino el silencio cómplice de quienes, en nombre del feminismo o de la ética progresista, miran hacia otro lado porque el escándalo procede de “los suyos”. La doble moral es el cáncer de nuestra época.
Y, sin embargo, esas mismas voces que se proclaman guardianas de la igualdad callan ahora, cuando deberían ser las primeras en alzar la voz ante la ignominia. No hay causa más justa que la defensa de la coherencia, y ninguna más peligrosa que su ausencia.
Mientras tanto, otros responsables públicos se dedican a la frivolidad, ajenos al sufrimiento de los ciudadanos que los sostienen con su voto. Algunos parecen creer que la empatía se delega, o que el deber se pospone entre cafés y conversaciones banales. Pero el tiempo pone a cada cual ante su conciencia, y no hay título ni cargo que libre de esa mirada interior.
En el otro extremo, una oposición que, ciega de cálculo político, confunde prudencia con pasividad. El país necesita estadistas, no administradores del silencio. Ser líder no es mirar hacia otro lado mientras la ética se desmorona; es tener el valor de decir “basta” incluso a los propios.
También conviene mirar más allá de nuestras fronteras. El independentismo catalán —hoy caricatura de sí mismo— continúa explotando la vieja quimera del agravio y el victimismo, mientras sus dirigentes disfrutan de una vida confortable en tierras extranjeras. Ni patria, ni libertad: solo oportunismo revestido de romanticismo político.
Y en Madrid, el Congreso, antaño símbolo del equilibrio democrático, se ha convertido en un teatro de egos donde los discursos pesan más que las soluciones. Dos leones custodian sus puertas, pero quizá hoy representarían mejor al pueblo dos espejos: uno para la vanidad del poder, y otro para nuestra propia indiferencia.
Mientras tanto, Europa se desangra lentamente: una juventud sin propósito, una natalidad en coma y una clase dirigente obsesionada con mantener su statu quo a cualquier precio. Una civilización que sustituye la familia por la mascota y el esfuerzo por la queja está condenada a extinguirse sin ruido, con la misma apatía con la que vive.
A ello se suma una izquierda desprovista de intelecto y una derecha desprovista de coraje. La primera confunde igualdad con mediocridad; la segunda, orden con inmovilidad. Ambas parecen competir por ver quién conduce con más eficacia al país hacia el abismo. Y así, el ciudadano, desorientado, se convierte en espectador de su propia decadencia. No hay mayor tragedia que ver cómo la sociedad se acostumbra al descrédito y a la mentira.
Tras esta exposición, podría limitarme a expresar mi cansancio, pero lo que realmente me mueve es la esperanza de que reaccionemos. La democracia no es una bandera ni una consigna: es la capacidad de analizar la realidad y elegir, con madurez, el camino menos dañino. No se trata de quién gane la batalla ideológica, sino de evitar que la batalla nos destruya a todos.
El sistema se alimenta de nuestra indiferencia.
Nos han convencido de que “nuestros impuestos vuelven”, cuando en realidad se disuelven en la ineficacia, el clientelismo y la propaganda. Somos un organismo enfermo que se niega a acudir al médico, aunque la metástasis sea ya visible.
Amigos y amigas: despertad, por favor. Nos están arrebatando la libertad y, lo que es peor, la dignidad. Juegan con nuestro futuro y con el de nuestros hijos, y nosotros, hipnotizados, aplaudimos su teatro.
Señor presidente: dimita. La historia no recordará sus discursos, sino el daño causado a la cohesión de este país. Usted pasará a la historia no como un estadista, sino como un hombre que prefirió dividir antes que corregir.
Y al líder de la oposición le diré: la tibieza también es complicidad. El valor no se mide por el cálculo electoral, sino por la capacidad de renunciar a un aliado indigno. La omisión ante la falta de honor también es falta de honor.
Mientras sigamos aplaudiendo el espectáculo, nada cambiará. El futuro pertenece a los que deciden dejar de callar. Gritar “basta” no es violencia: es supervivencia. Mandamos si somos libres, y somos libres solo cuando asumimos la responsabilidad de nuestro propio destino.
Esteban Hernando
Empresario tecnológico y ciudadano exhausto de tanta mediocridad.